Francis Mallmann: irreverencia y nostalgia del cocinero más famoso

 

14/8/12 En una entrevista de Claudio Weissfeld para Planeta Joy el cocinero argentino más trascendente de los últimos años habla de su nuevo libro y explica que busca inspiración en su pasado. Allí repasa su infancia en Bariloche y sus años hippies californianos. Francis Mallmann lee un libro gordo sentado frente a una ventana de Patagonia Sur, su restaurante de La Boca. Lo deja sobre la mesa, se quita el sombrero negro y los anteojos de cristales gruesos. Su look urbano es igual al que luce en los paisajes naturales donde se filman los programas de televisión que desde hace décadas cautivan a cientos de miles de televidentes. Botas de cuero, pantalón negro, camisa blanca, saco a cuadros tipo cazador inglés y un chaleco azul, manchado y con hilachas. “Ya tiene sus años, lo compré usado en una feria”, aclara.

Es que los objetos que rodean a Mallmann (aún los que parecen estar arruinados) tienen una estética propia. Los libros de arte, gastronomía y diseño que se posan sobre algunas de las 15 mesas. La vajilla blanca diseñada por el francés Astier de Villatte. Se sabe: si Mallmann es el cocinero más importante de la Argentina, no es solo por sus platos, sino también por tener un estilo único para mostrarse y comunicar lo que piensa.

Durante 15 años, vivió en este mismo lugar, en el piso de arriba del restaurante, situado en la esquina de Rocha y Pedro de Mendoza. Pero recientemente se tuvo que mudar al centro. “Para estar más cerca de mis hijas, que viven en Beccar”, explica. Tiene dos varones de 29 y 30 años, y tres mujeres de 13, 15 y 16. “Me encantaba vivir en el restaurante, pero a veces me daba rabia porque no tenía mucha intimidad y me costaba convivir con el personal, pero eso también lo extraño. Soy una bolsa de contradicciones”.

-¿Viniste a La Boca por la casa o por el barrio?

-Una mezcla. Siempre me gustó el sur de la ciudad. Esta zona y Barracas tienen mucha historia, muy linda arquitectura, unas raíces muy distintas a las de otras partes de la ciudad. Se diferencia mucho de San Telmo, que es más elegante y colonial. Acá hay una cosa más ecléctica. Me gusta mucho la mezcla con los depósitos de acá atrás, que son maravillosos, todos de ladrillo. Siempre me atrajo la cosa de barrio, barrio, barrio.

-Siempre fuiste de encontrar sitios poco conocidos. Garzón, en Uruguay, que ahora está tan de moda, también era un lugar en el que no había nada cuando vos llegaste. La Boca no es un barrio normal para un restaurante de este tipo.

– Y cuando abrí en el año 81 Honduras, en Honduras y Serrano, era un poco como esto en esa época.

Ese fue casi el primer restaurante de Palermo Viejo. Todavía muchos lo recuerdan.

Ayer pasé por ahí, está en alquiler la casa. Honduras 4963. Era como esto, un lugar muy tranquilo, un barrio. Ya estaba el bar de enfrente, El Taller. Abrió dos años antes que nosotros y el dueño era un tipo muy genial. Un enamorado del arte, de la simpleza, de la democracia del café, de la democracia de la comida. Yo tenía un restaurante elitista, caro, era todo lo contrario, pero iba a comer y charlábamos. Nos llevábamos muy bien.

– ¿Qué recuerdos tenés de ese restaurante?

– Era una cocina de producto más elaborada de lo que me gustaría hoy. Bastante clásico en el servicio. Tenía un equipo de tres mozos que yo quería mucho, trabajaron conmigo muchos años, y una decoración muy clásica, con cuadros. Había siempre música clásica y ópera, yo usaba chaqueta de cocina y corbata, imaginate.

– ¿Por qué ahora cocinás de civil, sin el típico atuendo de cocinero? ¿Es una cuestión de estética y estilo?

– Pasa que… ¿qué sentido tiene usar una chaqueta de cocinero en el medio de la Patagonia?

– Tampoco tiene sentido usar un saco y zapatos.

El tema de mi vestimenta tiene que ver con los lugares. Como dice mi editora: en Buenos Aires aparezco vestido como para andar a caballo y cuando tengo que andar a caballo estoy vestido como para estar en la ciudad. No es que lo haga a propósito. Para mí la vestimenta es una cosa importante y tiene que ver con mis humores, con el día, con la época del año. Es un lenguaje, algo que quiero decir. Me gusta mucho la ropa. Me gusta mucho la escenografía en general, esa cosa visual.

– De hecho, sos decorador de interiores…

– Hice algunas casas en los últimos años, pero no mucho.

– ¿De qué otras cosas trabajaste?

– Trabajé en publicidad, en (la línea aérea) Austral. Bah… hice una especie de pasantía. Hice un curso de dirección de cine con Francisco Gamardo, que es un director argentino. Después en EE.UU. en mi época de hippie trabajé de carpintero, de mata-termitas, planté plantas en los acantilados, ese tipo de cosas.

– En la introducción del libro nuevo escribís sobre eso. ¿Cómo fue tu época de hippie en Estados Unidos?

– No era hippie en realidad. Fui a California antes de empezar a cocinar. Pensé que llegaría a ver a los hippies pero ya se habían terminado. Estuve un año y pico, por todo California. Desde los 16 hasta los 18 años. Después volví y empecé mi primer restaurante en Bariloche. Ese fue mi comienzo en la cocina.

– ¿Por qué sos cocinero?

– Un poco por ese lenguaje de rebeldía de mi adolescencia. Dejé de estudiar y me dediqué a viajar, a vagar, a mirar, a vivir para la música. A los 18 me encontré en California, aburrido de lo que estaba haciendo, asqueado de trabajos extraños y decidí que quería hacer algo. Tenía esta amiga mía que había estudiado cocina en Francia y era bastante mayor que yo. Sabía mucho de cocina y me dijo “hagamos el restaurante”. A mí me gustaba cocinar. Así fue que empecé.

– En un momento del libro decís que sos “irreverente y desenfadado”. ¿En qué se ve eso dentro de la cocina?

– Hoy es lindo ser irreverente y desenfadado porque hay una posibilidad de tener una voz que contradice muchas de las cosas que están pasando en la cocina moderna, molecular y todo eso. Yo siento que en algún lugar hay un preciosismo en la cocina que a mí hoy me aburre, aunque lo hice en algún momento. Y el desenfado viene de decir: “Bueno, pongo una chapa caliente y me hago un bife, la carne es buena, las hierbas que van me gustan, la sal que uso es buena”… ese desenfado. Hay una cosa de querer llevar la cocina a un arte. Yo siempre digo que no lo es; es un oficio. Es una cosa linda que está influenciada por todas las cosas culturales e históricas del hombre, pero en definitiva es algo que te sacia el hambre, que te gusta, que es delicioso, y sobre todo que te invita a tener una conversación más agradable y más linda con invitados, con tus interlocutores o quienes estén en la mesa. La comida y el vino empujan nuestra inteligencia y nuestra creatividad para hablar. Para mí eso es lo más lindo que tiene la comida. En la Argentina tenemos esa cualidad de dedicarle tiempo a comer, de sentarnos. Tocás el timbre en la casa de un amigo y ni avisaste y te quedás a comer. Eso no existe en otros lugares del mundo, si vos tocás timbre y no avisaste te dicen “Flaco, ¿qué hacés acá? Estamos por comer, andate”. Creo que esa es una de las cualidades lindas que tenemos acá.

– ¿Por qué tus restaurantes son caros?

– Depende cuáles. En el de La Boca (Patagonia Sur, donde el menú degustación cuesta 620 pesos) usamos muy buenos productos, muy buenas copas, muy buenos cubiertos, platos. Es una operación muy chiquita con mucho personal. En el caso de Garzón, es un poco de lo mismo. Además siempre me gustó tener restaurantes caros. La única experiencia que hice de un restaurante más barato fue Cholila, en el 94 (quedaba en Puerto Madero) y no me fue muy bien. Queríamos hacer algo más joven y popular y qué sé yo… fue una especie de fracaso. Pero estoy pensando en fórmulas nuevas de cosas que quiero hacer, diferentes, con precios más accesibles. No es que tenga ya un proyecto en mente pero estoy pensando cómo lo voy a hacer.

– En la introducción del libro, cuando hablás de lo que aprendiste, no mencionás cocineros, sino al padre de un amigo de la infancia. ¿Por qué?

– En esta etapa de mi vida trato de encontrar con qué tiene que ver mi voz en la cocina. Y es una mezcla de muchas cosas. De todos los cocineros que respeto y que me formaron he hablado muchísimo y en este libro nuevo sería reiterativo volver a hablar de Alain Chapel, Raymond Thuilie, Raymond Oliver y demás. Ya he hablado mucho de ellos, con los que trabajé en los ’80 y fines de los ’70. Para mí es muy importante mi niñez en Bariloche, que me marcó mucho. Esa vida al aire libre, esa libertad que teníamos. Dentro de eso está este señor, Jo Hardt, que era el padre de unos amigos y una especie de bohemio de la vida. Tenía una alegría enorme de vivir porque había estado muy cerca de la muerte siendo muy joven en la guerra. Nos inculcó ese placer por estar afuera, nos llevaba a hacer excursiones, nos hacía ver la belleza del aire libre. Y no únicamente él: tuvimos muchos de estos maestros silenciosos en nuestra niñez. Eso ha sido una herramienta muy grande en mi vida, siempre he vuelto a eso. Tengo una necesidad enorme de estar afuera, al aire libre.

– ¿Cómo ves a Bariloche ahora?

– Y, me cuesta. El camino entre el pueblo y Llao Llao que era donde vivíamos lo sigo conociendo de memoria, cada curva, cada árbol, cada alcantarilla. Y hoy me resulta un lugar invadido. Lo digo sin ningún derecho, pero ha cambiado muchísimo. Sin embargo, estoy pensando en hacer una serie de televisión sobre un viaje que hizo Teddy Roosevelt cuando dejó la presidencia de Estados Unidos, a caballo, desde el Puerto Varas, en Chile, hasta Neuquén. Se encontró en la frontera de Chile y la Argentina con el Perito Moreno. Era un gran naturalista Roosevelt, yo admiro mucho su vida. Tengo ganas de reproducir ese viaje a caballo por los lagos. Volver a Bariloche para hacer eso y además mostrar los lugares que todavía son sagrados para mí, secretos de mi niñez.

– ¿Te gustaría publicar un libro de poesía?

– No, me parece un poco arrogante. No escribo poesía. Me gusta escribir prosa, cosas cortas. Tengo algunas poesías pero no estoy listo para publicar eso todavía.

– ¿Salís a comer afuera en Buenos Aires?

– Visito algunos restaurantes de amigos. A veces si me entero que hay un lugar nuevo, voy. Me gustan mucho las cantinas, me encanta ir a comer a Carlitos (la cantina Don Carlos, frente a la cancha de Boca), para mí es una de las mejores cocinas de Buenos Aires. También voy a lo de Germán Martitegui (Tegui) y a Sudestada. Me gusta ir a comer al Munich, a veces. Y también frecuentaba bastante Tô, aunque ya no.

EL NUEVO LIBRO

Tierra de Fuegos: mi Cocina Irreverente. Así se llama el nuevo libro de Mallmann, que salió a la venta el mes pasado. Al igual que su predecesor (Siete Fuegos), se destaca por tener una fotografía impecable (a cargo de Santiago Soto Monllor), tanto de paisajes de diferentes zonas del país, como de sus 120 recetas. Se trata por lo general de versiones impecables de los platos más simples, desde un perfecto choripán o un sándwich de jamón y queso (pero con pan de campo y mostaza de Dijon), hasta una sopa cabello de ángel o un ojo de bife con papas. Justamente la papa (omnipresente en la cocina de Mallmann) tiene un apartado especial con diez formas de prepararla. Tampoco faltan algunas recetas más trabajosas como canelones de trucha o una larga cocción de cordero a la cruz. De casi 300 páginas, es un libro destacable por su estética y su practicidad. Imperdible el prólogo en el que recuerda su infancia en Bariloche. Editado por V&R Editoras, cuesta $200 la versión en tapa blanda y 250 la de tapa dura.

Fuente: Planeta Joy (Por Claudio Weissfeld)