A un siglo del naufragio del transatlántico. Conmovedor acto de arrojo. Heróico gesto del ARGENTINO DEL TITANIC

 


13/4/12. Se trata de Edgardo Andrew, un joven de 17 años que le dio su salvavidas a una inglesa En una investigaciòn de Pablo Mendelevich publicada el día de hoy en la portada del centenario matutino La Nación se da cuenta que Andrew fue pasajero de segunda clase y tuvo una muerte heróica: cedió su salvavidas a una maestra inglesa, que no sólo consiguió salvarse, sino que vivió hasta los 100 años.

 

Hubo al menos un pasajero que se subió en Southampton al barco más grande del mundo sin desearlo: el argentino Edgardo Andrew, de 17 años. Hasta dejó su desgano por escrito. ¿Mala espina? La fría noche del 14 al 15 de abril de 1912 Andrew integró la lista de 1522 víctimas del naufragio más impactante -y metafórico- de la historia.

Según se supo después, el único argentino del Titanic, pasajero de segunda clase, tuvo una muerte heroica. Le cedió su salvavidas a una maestra inglesa, que no sólo consiguió salvarse, sino que vivió hasta los 100 años.

Pero acaso más singular fue la forma en la que este riocuartense se refirió a su destino apenas dos días antes de embarcarse, en una carta que le escribió desde Bournemouth a su amiga porteña Josefina Cowan. “Josey”, como le decían en el ámbito de los inmigrantes ingleses al que también pertenecía la familia Andrew, vivía en el barrio de Belgrano y se aprestaba a visitarlo en Inglaterra. Edgardo (Edgar), que llevaba un año allí, lamentaba el desencuentro:

Andrew aprovechó la breve escala que el Titanic hizo en Belfast para enviar una postal a sus familiares en San Ambrosio, al sur de la provincia de Córdoba.

“Ya me imagino cuánto sentirá usted que yo no me encuentre en ésta cuando usted venga, pero no por esto se desanime Josey, pues sirve para pasar lo mejor que pueda el tiempo. No puede imaginarse cuánto siento el irme sin verla y tengo que marchar y no hay más remedio.” Dos líneas después le dice: “Figúrese Josey que me embarco en el vapor más grande del mundo, pero no me encuentro nada de orgulloso, pues en estos momentos decearía (sic) que el «Titanic» estuviera sumerjido (sic) en el fondo del océano”.

¿Historia de amor trunco, presentimiento y tragedia? Edgardo se llevó las aclaraciones al fondo del mar. En la carta, que Josey leería bastante más tarde, fue categórico y a la vez sugerente: “Muy bien sé que la noticia de mi partida será muy dura, pero paciencia, así es el mundo”. Antes le cuenta que cuando supo que ella iría a visitarlo “estaba tan contento con la noticia que no podía pensar en otra cosa, y hacía cada programa, para cuando usted llegara a ésta, pero desgraciadamente mis anticipados programas no llegarán a realizarse”.

La proa del Titanic se encuentra hundida a casi 4000 metros de profundidad.  Foto: ArchivoFoto 1 de 9

Edgardo tenía arreglado partir en el Oceanic el 17 de abril, pero una huelga de carboneros lo obligó a pagar una diferencia por el boleto en el Titanic, el único barco que zarparía (una semana antes), gracias a que la White Star Line garantizó ese esperado viaje inaugural mediante acopio de carbón. El boleto le costó en total 12 libras, entonces unos 60 dólares. Hijo menor del administrador inglés de la estancia El Durazno, en San Ambrosio, al sur de Córdoba, Edgardo había sido enviado a estudiar ingeniería naval a Inglaterra, pero desde Estados Unidos su hermano mayor, Silvano Alfredo (quien prefería ser llamado Alfredo), que le llevaba doce años y estaba por casarse con una viuda muy adinerada, lo tentó para que fuera a trabajar con él en Trenton, Nueva Jersey. Alfredo Andrew, ingeniero naval de la Armada Argentina, había sido enviado a Estados Unidos a pedido del almirante Manuel Domecq para inspeccionar la construcción de dos barcos de guerra, el Rivadavia y el acorazado Moreno. En definitiva, una combinación de episodios provocó la presencia argentina en el Titanic.

La tripulante de Bahía Blanca
Es verdad que también la sobreviviente Violet Constance Jessop había nacido en la Argentina (cerca de Bahía Blanca), sólo que ella había emigrado con su familia a principios de siglo y vivió el resto de su vida, hasta 1971, como inglesa, la mayor parte del tiempo en el mar. Antes de retirarse a la campiña británica, Jessop, de ojos verdes y cabello rojizo, fue camarera y enfermera durante 42 años en distintos buques, lo que le valió el increíble récord de sobrevivir a un choque y a dos naufragios. Siete años mayor que Edgardo -con el que quizá nunca se vio en el Titanic porque ella atendía a la primera clase-, en 1911 navegaba en el Olympic cuando ese barco, gemelo del Titanic aunque de menor tonelaje, chocó con un buque de guerra. Por entonces el capitán del Olympic no era otro que Edward John Smith, al año siguiente transferido por la White Star Line al “infalible” Titanic, al cabo su tumba.

Durante la Primera Guerra Mundial, la joven Jessop pasó a trabajar como enfermera en el barco hospital Britannic. Que en un principio se llamó Gigantic. Le cambiaron el nombre para ahuyentar remembranzas del Titanic, medida que resultó insuficiente. El Britannic se hundió en 1916. Y Jessop, una especie de Forrest Gump de las tragedias navales, esa vez estuvo entre 1125 sobrevivientes. Hubo 29 muertos.

Parisian Café en primera clase, decorado con estilo colonial y con muebles de mimbre.  Foto: / the-titanic.comFoto 1 de 10

Podría decirse que el Titanic siempre fue leyenda, pero la realidad es que la mayor parte de los pormenores que hoy se conocen fue ventilada en los últimos veinte años, y no sólo debido al descubrimiento de los restos, en 1985, y a la impresionante recuperación de objetos desde entonces, sino también al hecho de que muchos sobrevivientes quedaron tan trastornados que sólo pudieron purgar sus ricos testimonios tras ser aliviados por el paso de las décadas.

Edwina Troutt, Winnie, sin ir mas lejos, la maestra oriunda de Bath que tenía 27 años cuando recibió el salvavidas de parte de su compañero de mesa argentino, recién empezó a hablar de lo que le había sucedido en el Titanic en la segunda mitad del siglo. Eso sí, no paró hasta su muerte (en 1984, cinco meses después de cumplir cien años), como me lo certificó en 1998 una de sus mejores amigas en Hermosa Beach, California, donde Winnie se había radicado. Casada tres veces y convertida en una celebridad, muchos la describieron como una persona excepcional (no en vano manejó su auto hasta los 96). Fue ella la principal fuente de información acerca de los últimos días de la vida de Edgardo Andrew, a cuyo hermano Alfredo visitó.

Don Lynch reproduce en su consagrado libro sobre el Titanic un diálogo que tuvo lugar en un pasillo de la segunda clase entre Winnie, Edgardo y un empresario danés llamado Jacob Milling. Allí, Edgardo desafía a Winnie cuando ella le dice, nerviosa, que el barco se va a hundir. “¡Imposible!” Edgardo expresaba a esa hora un pensamiento muy extendido. Tanto que hasta incluía al capitán.

La historia de Edgardo permaneció en la intimidad familiar (a lo sumo tuvo una módica repercusión en la prensa local y en Caras y Caretas del 8 de junio de 1912) durante 86 años. Llegó a mis oídos, en Río Cuarto, por casualidad. Alguien me aseguró que existía una postal despachada a la estancia San Ambrosio desde el mismísimo Titanic, pero sólo conseguí darle crédito al día siguiente, cuando la tuve en mis manos y me estremeció. “Desde este colosal barco -puso Edgardo en esa postal, que compró en la peluquería de a bordo y le envió a su hermano Wilfred con el matasellos de la escala hecha en Queenstown- tengo el placer de saludarte. Hoy llegaré a Irlanda, donde pasaré unas pocas horas. Yo lo estreno en su primer viaje a este?” (hay una palabra que no se entiende).

Winnie Troutt fue rescatada por el Carpathia, con un bebe de cinco meses en sus brazos, Charles Thomas, que viviría hasta los veinte años. Otro bebe cayó en brazos de Violet Jessop; lo cuidó durante un día. Violet nunca supo a quién salvó, ni siquiera cuando medio siglo más tarde alguien que dijo ser aquel bebe le hizo una breve llamada a Inglaterra para agradecerle.

Edgardo se arrojó al mar. Su cuerpo nunca se halló. Si sólo se hubiera dejado el salvavidas puesto tampoco se habría salvado. Pero su última cortesía significaba, también, renunciar a la pelea por disputar un lugar en los escasos botes salvavidas, donde los pasajeros de segunda eran todavía menos bienvenidos.

Premonitorio
“Figúrese Josey que me embarco en el vapor más grande del mundo, pero no me encuentro nada de orgulloso, pues en estos momentos decearía [sic] que el ‘Titanic’ estuviera sumerjido [sic] en el fondo del océano”
Edgardo Andrew

Fuente: La Nación