Carlos Páez Vilaró prepara una exposición para el verano y la publicación de dos libros y asegura:”Mi hobby es trabajar”

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12/12/10.- En una entrevista concedida al Diario El País de Uurguay el artista de las dos orillas con  87 años prepara una exposición para el verano y la publicación de dos libros sobre sus viajes. Activo como siempre, dice que “no hay que quedarse con el pasado“.

 

 

Páez Vilaró recuerda sus inicios de la mano del candombe, sus viajes por África y la tragedia de los Andes. Pero sostiene que sigue buscando nuevas sorpresas.

 

Pese al largo del pincel las manos del artista están como se debe, todas enchastradas de pintura. Frente a él, sin atril alguno, apoyado sobre la mesa, el lienzo recibe los últimos trazos. Un grupo de gatos arropados por una variedad de rojos y un amarillo intenso son los más destacados protagonistas de la creación. A su alrededor, decenas de frascos guardan más colores de los que uno pueda creer existentes, brochas y pinceles de todo grosor descansan en medio del aparente desorden, enormes estanterías amontonan los marcos de los cuadros que aún no fueron pintados, y un minicomponente antiguo está franqueado por discos que van desde Miles Davis a La Reina de la Teja.

 

Carlos Páez Vilaró sonríe, aunque no logra disimular ese dejo de remordimiento por tener que abandonar por un rato su tarea. “Estoy terminando esta serie de cuadros, un nuevo color para mis 87 años”, explica. Este quizá sea el rincón menos conocido de su “obra de arte habitable”, su Casapueblo de Punta Ballena. Para llegar a él hay que atravesar habitaciones, pasillos, escaleras y otros recovecos de la laberíntica construcción. “La forma de la casa es lo que me mantiene vivo. Moverse acá adentro es mejor que hacer ejercicio”.

 

Brigitte, Marlen, Mandela y Lady Di, sus gatos, conviven a diario con él en este recinto exclusivo para el arte. “Son mis amigos silenciosos“, señala. También lo acompañan sus recuerdos. Un centenar de cajas azules, ordenadas prolijamente por año, guardan recortes de prensa de todas partes del mundo con entrevistas en varios idiomas. “Esto nunca lo miro, solo abro alguna de ellas cuando viene algún periodista“. Después de preguntarle al cronista en qué año nació, abre una de las cajas de 1982. En ella las páginas ya amarillentas de la revista argentina Gente recuerdan los diez años de la tragedia de los Andes, de la que su hijo Carlos Miguel es sobreviviente.

 

Este es un tema del que se habla mucho“, se queja. “La gente sigue rescatando emociones que son marcantes. Más allá del abrazo de mi hijo cuando volvió, que me quedó grabado para siempre, este es un hecho más de la aventura de mi vida. Le tengo que asignar a esos tres meses lo mismo que al tiempo que estuve pintando y conociendo las culturas del África o a mis años en el conventillo Medio Mundo”. Cuando en 1972 las autoridades dejaron de buscar el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, en el que viajaban los jugadores de rugby del colegio Old Christians, Páez Vilaró siguió en Chile, sobrevolando la cordillera en aviones privados.

 

Manipulando las hojas de la revista con temor a ensuciarlas, usando solo la punta de los dedos, confiesa: “Miro hacia atrás y veo mi pasado como si hubiese sido construido por otro. Me cuesta pensar que esta es mi vida metida en cajas azules. Aquí se nota que mi hobby es trabajar. Si me preguntan si soy pintor, escultor o escritor, la verdad es que no sé qué contestar, solo he tratado de tocar el arte”.

 

-Sin contar con una formación académica, tiene un estilo propio que muchos universitarios podrían envidiarle. ¿Cómo se logra eso?

 

-El arte habita en todos, el problema es que no todos se animan a abrir esas puertas. Creo que el secreto está en el trabajo. Yo agarro un rubro, por ejemplo “la mujer”, y pinto mujeres a matar. Las hago desnudas, vestidas, con frutas… A los jóvenes siempre les digo “intenten”, no importa si no sale, tírense al océano. Hay que nadar, aunque las islas caminan hay que tratar de llegar a la orilla. Muchos reciben un diploma y dicen “ya llegué”, a mí me encanta no llegar y tratar a toda costa de hacerlo.

 

-¿Aún no alcanzó la isla?

 

-Nunca se llega. Ahora estoy preparando esta serie de cuadros que se van a exponer en verano en homenaje a Rafael Squirru, un crítico argentino que ayudó mucho a los pintores uruguayos. Y en poquitos días voy a publicar dos libros, uno sobre los mares del Sur y otro sobre mi vida en África. Estas son las cosas que me ponen en la bicicleta y combaten a mi haraganería.

 

Medio Mundo, mundo entero. Páez Vilaró intentó, desde un principio, forjarse un destino propio. Para ello emprendió viaje, siendo muy joven, rumbo a Buenos Aires. Allí trabajó en una imprenta. Ganaba 30 centavos por hora y marcaba tarjeta a las cinco menos cuarto de la mañana. La suerte hizo que en ese lugar se imprimieran las revistas más importantes de la época, entre ellas las historietas del cacique Paturuzú. “Como buen fanfarrón uruguayo me dije: `yo también quiero hacer eso`. Fue así que mientras laburaba aprovechaba los despistes de mis jefes para hacer mis dibujitos. También me iba a los piringundines, a los cabarets, y dibujaba todo lo que veía”.

 

Una enfermedad lo obligó a volver a Uruguay. Era la década de 1950 y el país tenía “nostalgia de tango, le faltaban las mujeres que iban a bailar, las orquestas como las de D`Arienzo”. Sin encontrar qué pintar, buscando imágenes que sean dignas para sus hojas, decidió frecuentar basurales, entre ellos los de Palermo, sin imaginar que allí descubriría la esencia de su obra.

 

“Recuerdo que estaba pintando la cruz del Sur y escuché el ruido de los tambores. Perseguí el sonido y me encontré con una vieja comparsita de negros. Vi a los tipos tocando, con la sangre goteando sobre la lonja, pidiendo frutas para la Navidad y vintenes con una canasta. Había una vieja que parecía una joyería, llena de collares y con un abanico. Había un escobero brujo. También estaba el viejo gramillero, epiléptico, reumático, mirando el cielo, tratando de descubrir la inspiración para los medicamentos contra el mal de amores. Me metí dentro de la comparsa y sin darme cuenta llegué con ellos al conventillo Medio Mundo, que fue mi mundo entero. Y mi expresión fue así, tal cual: `¡Pero la gran puta, acá estaba la cosa!`”.

 

Allí conoció a Juan Ángel “Cacique” Silva, líder de la desaparecida comparsa Morenada, referente histórico del candombe nacional y padre de Waldemar “Cachila” Silva, actual director de la agrupación lubola Cuareim 1080, que entre sus integrantes cuenta con el propio Páez Vilaró. “El año pasado me despedí, hay un momento en que tenés que decir stop. Los muchachos me hicieron una muy linda fiesta, pero me parece que les voy a tener que pedir disculpas porque en 2011 voy a desfilar de vuelta”.

 

“Cacique” Silva le ofreció una habitación del conventillo Medio Mundo para que se quedase a pintar. “Recuerdo que el cuarto se llamaba Yacomenza, por una brasilera que vivía al lado y que cada vez que arrancaban los tambores decía: Já comeca o ruido infernal”. Allí Paéz Vilaró compuso unas 300 canciones para distintas comparsas, empezó a salir en carnaval y pintó los primeros cuadros que se hicieron conocidos. Los hacía sobre cartón, con pintura para autos y con la sola razón de que estos sirvieran para organizar la puesta en escena y los diseños de los vestuarios.

 

Una mañana, mientras el futuro artista pintaba en la habitación, recibió una visita que marcaría a fuego el resto de sus días. “Vino un africano impecablemente vestido y pidió que le mostrara mis pinturas. Me morí de vergüenza, porque las tenía todas guardadas abajo del colchón. Ahí, yo mismo me asombré, no me acordaba de que había pintado tantos cartones. El tipo las vio, me pagó un pasaje a Argentina, y allá me recibió el director de una galería. Miró mis cuadros y me dijo: `¡Usted no tiene derecho! ¡Cómo se atreve a trabajar con pinturas para autos! ¿No se da cuenta de que sus trabajos pueden ser comprados por un coleccionista?` Ahí le expliqué que no tenía un mango y me organizó la primera exposición. Poco tiempo después una millonaria argentina compró un cuadro”.

 

Buscando la negritud. Golpean la puerta y el relato de Páez Vilaró se interrumpe. Es su secretaria, que viene acompañada de un admirador del artista. Es un argentino, viajó desde Mendoza a Punta Ballena para comprar uno de sus cuadros y sacarse una foto con él. “Son muy cariñosos conmigo. La opresión del afecto me emociona mucho. Y vienen personalidades de todo el mundo. Para mí, estar acá, es una manera de seguir viajando”.

 

Los viajes son un capítulo significativo de la vida de Páez Vilaró. Una vez que sus pinturas se hicieron conocidas, visitó todos los países donde los problemas raciales hicieron historia. “¿Cómo no iba a ir a África a ver dónde nacieron los ancestros de estos negros que me acompañaban?” En Tahití, la más grande de las islas de la Polinesia Francesa, pintó los murales de una casa de Marlon Brando a cambio de alojamiento. Y viajando en barco por varios países se le ocurrió la ambiciosa idea de grabar un documental sobre la situación de los negros africanos. La película, llamada Batuk, cerró el Festival de Cannes. Eso le permitió conocer personalidades como Brigitte Bardot y Andy Warhol.

 

Tuve la suerte de estar en París en el mejor momento. Yo fui amigo de Aristóteles Onassis y estuve con Bob Dylan“, cuenta. Una cartulina pegada sobre una madera, y apoyada en uno de los rincones de la habitación, dan fe de ello. Allí se pueden ver fotos de Páez Vilaró con estas personalidades y otras tales como Ernesto “Che” Guevara, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Astor Piazzola -que musicalizó su segunda y última película, Pulsación-, Ramón “Palito” Ortega y Carlos Menem. “Esto antes estaba en el museo, pero pedí que lo sacaran porque me parecía una exposición de vanidades. Además, como hay políticos, alguna gente se enojaba y tapaba alguna de las fotos”.

 

Cuando Páez Vilaró camina por la planta baja de su Casapueblo, la obra de arte que él construyó sin tener conocimientos académicos sobre arquitectura, los visitantes se abalanzan sobre él. Un grupo de españoles le piden que firme un libro que agrupa sus más importantes obras, algunos argentinos quieren fotografiarse a su lado, y un matrimonio de chilenos le recuerda, con los ojos empañados de lágrimas, la tragedia de los Andes.

 

“Me gusta recibir este cariño, pero no hay que quedarse con el pasado, hay que seguir haciendo cosas. Siempre fui un buscador de sorpresas. Siempre dije que para mí la vida es un corredor lleno de puertas“. Y él, casi con nueve décadas encima, no se cansa de abrirlas.

 

 

Casapueblo, un rompecabezas gigante

 

Sin saber de arquitectura, ayudado por amigos más idóneos, pero sin renunciar a su “imaginación instante“, Carlos Paéz Vilaró logró construir, “como si fuera un rompecabezas”, una de las casas más emblemáticas del país, y más visitada por los turistas que llegan al Este. Casapueblo, ese sueño que se hizo realidad gracias a su capricho y perseverancia, recibe a unos 60.000 turistas de todas partes del mundo cada año. “Quien viene a Maldonado, viene a Casapueblo“, asegura el artista.

 

Nació como una pequeña choza que sería utilizada como atelier, pero hoy alberga a un enorme museo, engalanado por obras suyas y de otros artistas como Salvador Dalí y Pablo Picasso, y a un gran hotel.

 

Luego de terminar la ambiciosa construcción, en la década del 80 Páez Vilaró realizó otra de similares características en el Tigre, en Argentina, país que visita regularmente para hacerse chequeos médicos. “Fui operado dos veces del corazón y tengo que cuidarme”, explica.

 

 

Vicio por la vida

 

“Es emocionante la vida. Y yo siento como un vicio por ella. Yo ahora estaba pintando, podría estar caminando o descansando, pero no, a mí me gusta trabajar”.

 

Acá vienen miles de personas por año, pero lo más importante de Casapueblo es la visita de colegios. En invierno vinieron 300. Para nosotros es como un baño de emoción, los patios se llenan de guardapolvos blancos y moñas azules. Una de las cosas que me queda por hacer es un monumento a la maestra”.

 

“Tengo en el debe hacer algo por los ciegos. Me encantaría armar un circo dinámico para la gente que pasa por la vida sin conocer el color. Con escaleras que suben y bajan, flecos que pasen por la cara, perfumes. Es una idea muy loca y precisaría la ayuda de artistas de otras partes del mundo”.

 

“Conozco a muchos nuevos talentos, pero la verdad es que del Uruguay estoy muy lejos, porque vivo prácticamente siempre acá”.

 

Yo intento hacer un acto de Navidad por día. Al menos darle una sonrisa a un hombre que está triste, o ayudar a una viejita a cruzar la calle. Con eso ya cumpliste, te ganaste el día”.

 

 

FUENTE. El País/Uruguay