Uruguay, tan natural como la sensación de bienestar

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PABLO MASSEY, recaló con su cocina clásica de autor en La Horqueta

 

Luego de un impasse dedicado al catering y a las clases, el reconocido chef retornó con este cálido restó ubicado en La Horqueta, ahí nomás de la bajada de la ruta Panamericana. Apelando a esa vocación pionera que supo descubrir el potencial de Las Cañitas, el   hermano de la reconocida pastelera “Violeta”, se jugó por una nueva apuesta fuera del circuito habitual gourmet. Lo hizo recurriendo a su know how y para cumplir con el sueño de tener un restaurant de autor a media hora de la gran ciudad. Después de mucho trajinar por el mundo, uno de los cocineros más creativos del país que supo seducir a propios y extraños con sus recomendaciones gourmet en la tele y en la radio, echó raíces en Las Lomas y trabaja en La Horqueta evocando el otro lado de la orilla.

 

 

 

 

En La Horqueta, a cuadras de la bajada de Uruguay, existe un lugar especial, que apunta a satisfacer paladares exigentes, sin estridencias, con todo el detalle que supo imprimirle el consumado chef Pablo Massey, un hombre que descubrió la poética esencial de la buena cocina.

Este discípulo de Francis Mallmann, hermano de Violeta Massey -toda una institución a la hora de hablar de pastelería en Las Lomas y La Horqueta-, abandonó el mundanal ruido de la ciudad y sentó sus reales desde hace ya unos años en un antiguo galpón de leña ubicado en La Rábida 2772, a poco más de siete cuadras de esa bajada de la ruta, en el preciso límite entre San Isidro y San Fernando.

Allí, luego de haber hecho historia con sus restó en la Recova de Posadas y más tarde en Las Cañitas –buena parte del despegue de esa zona tuvo que ver con la impronta que él supo darle a “Massey”, tal el nombre del local- , se dedicó a una actividad más relajada, dictando clases de cocina y elaborando servicios de catering.

A ese emprendimiento lo bautizó “El Galpón”. Pero con el tiempo descubrió que para un cocinero vivir sin su restaurante es como para el artista estar alejado de los pinceles, el lienzo y los atriles. En otras palabras, necesitó volver al ruedo de los restauranteurs, palpitar la adrenalina de la comanda, el fragor de la cocina y reencontrarse con sus clientes de toda la vida. Así pergeñó ese cuidado restó al que bautizó “Uruguay”. La elección del nombre no fue caprichosa. Es que más allá de la cercanía de la bajada homónima de la Panamericana, Pablo reflexionó bastante a la hora de bautizar a esa suerte de nuevo hijo pues al fin y al cabo una denominación marca, define. “Después de haber utilizado mi apellido, no quería apelar a un nombre de fantasía como “Cilantro” o cosas por el estilo –confió el cocinero a Continta Norte-. Debía ser algo que se asociara a la sensación de bienestar, a un lugar amigable, donde aún se viva a escala humana. Como venía de unas vacaciones en el Este me di cuenta de cuánto disfrutaba de Uruguay. De la cordialidad de su gente, los recuerdos en familia, la nobleza de sus productos, sus playas increíbles, las noches, los asados. Todo ese cúmulo de cosas me ayudó a definirme para que mis clientes lo asocien y compartan esas mismas sensaciones que tengo cada vez que cruzo el río.”. Así en el primitivo y reciclado galpón armó la cocina y, un poco más allá, montó en un delicioso jardín de invierno un salón muy british con hogar a leña y al lado plantó su huerta orgánica. “En realidad es un restaurant a puertas cerradas. Te topás con un gran portón, tocás el timbre y entrás”, describe con rigurosidad y cierto celo por la vapuleada seguridad. Una vez traspuesto el umbral asoman dos olivos y un prolijo jardín que atesora ciruelos, damascos, plantas de tomillo y orégano en un duelo de fragancias para despertar y estimular los sentidos. Esa suerte de sendero verde lleva a un íntimo restó que sabe amalgamar el lenguaje de la madera, el ladrillo y la arpillera. El salón es verdaderamente elegante. Tiene un bar muy bien provisto de las bebidas que volvieron para quedarse y una gran chimenea con dos sillones Chester para comer al lado del fuego o esperar una mesa. La araña, de 24 velas, le da el toque cálido y moderno por su forma trapezoidal y hace recordar los fantasmas de tiempos idos, en el que se habrán tejido miles de historias y donde los acordes y el buen gusto se entrelazan en un tiempo ideal.

“¿Por qué elegí y diseñé ese lugar? Tal vez porque quise cumplir con un sueño utópico –dice-. En todas las grandes capitales del mundo existen restaurantes a media hora de la ciudad y son muy frecuentados. Pero en este país donde vivimos, las reglas de juego cambian constantemente. Después de lo que pasó en el 2008 y en estos primeros meses de 2009, es como que cortamos, damos la baraja y estamos jugando a otra cosa”, grafica aludiendo a la temida inseguridad y a la crisis económica que por estos días preocupa y obliga a cierta retracción en las salidas. Para tener un restó alejado del centro hay que “remarla” y Pablo lo sabe, por eso supo tejer una red de contactos con los principales hoteles. “Muchos europeos y americanos nos visitan –admite-. Tienen referencias que aquí se come bien y en un lugar seguro”. 

 

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HAS RECORRIDO UN LARGO CAMINO. Chef con estilo propio y definido, su cocina deviene de no pocos aprendizajes y experiencias tan ricas como distantes. La vida como cocinero de Pablo despuntó a mediados de los 80, cuando conoció a Francis Mallmann, cuya influencia resultó significativa en su estilo. Trabajó varios años con él e inició un periplo por el mundo, trabajando en hoteles y restaurantes tan significativos como “The River Café” y “The Ivy” (Londres), “Le Bristol” (Paris), “Le Cocodrile” (Estrasburgo), “Zalacaín” (Madrid), “Enoteca Pinchiorri” (Florencia), para continuar por Estados Unidos, Australia, Tailandia, etc. “Recuerdo que cuando fui al hotel Le Bristol en París  para hacer un training quienes estaban en la cocina decían con algo de sorna: ‘llegó el aryentain’. A un par de cuadras de allí, en una plaza maravillosa -“La Place de la Marlene”- había un restaurante de un gran cocinero, Lucas Cartón. Hacía dos meses que estaba paseando por Europa, había ido a Firenze y Estrasbrugo porque tenía un compañero de colegio que se había afincado ahí con los suyos y me bancaba. Bueno lo cierto es que  logré una entrevista no con el mismísimo Cartón sino con uno de sus discípulos. Pasé la prueba, estuve unos cuatro meses y cuando me confirmaron como chef me dio el argentinazo y volví. Tenía 23 años, hoy es una de las cosas de las que me arrepiento”, confía el locuaz cocinero que supo recalar en Las Lomas donde su hermana fundó un imperio con la artesanal “Violeta”. “Ella fue mi anclaje y quien me decidió a echar raíces en la zona –indica este trotamundos de la cocina-. Pero, si bien compartimos la misma pasión, aunque no lo crean jamás hicimos ni un scon juntos”, desliza en tono cómplice.

Mediático por naturaleza, Pablo supo sorprender a no pocos con “Rock & Cook”, el programa de tele en el que fusionaba en sabias dosis música y cocina; también tuvo su paso por la radio mechando recetas en el programa de Oscar González Oro o en el de Matías Martín y los más jóvenes lo habrán descubierto por ser la cara visible de las recomendaciones gourmet de la popular Mc Donald’s. Demostró no poca capacidad para desarrollar productos que cautivaron a un público masivo con propuestas diferentes a las del fast. “Me dio mucho placer trabajar para ellos, porque solamente yo sé la cintura que debes tener –suelta-. Quienes trabajan allí no son cocineros. Son personas –en su mayoría estudiantes- que siguen rigurosamente un manual de operaciones, con toda una cosa muy mecánica para poder elaborar un producto de cadena. Ellos trabajan con los mismos ingredientes, tienen 6 o 7 variantes y deben cumplir en un tiempo equis con cada plato. Ahí aprendés prolijidad, limpieza, orden y disciplina. Estas dos últimas eran materias pendientes que habían quedado en mi carrera”, admite. 

Ciertamente Pablo, dueño de una cultura gastronómica tan sutil y rica como ecléctica, sabe recrearla con pinceladas de su arte.

Todo arte –y la cocina que duda cabe, lo es, y de los más sutiles- tiene la fuerza de condensar el instante. Siempre sabe tutearse con dos momentos imprescindibles, necesarios como la arena y el mar: una faz técnica y otra creativa; forma y fondo se conjugan en un todo que deviene de la inspiración. Por eso arte es concreción, el volumen que podemos darle a aquello que imaginamos con esa particular impronta y logramos plasmar en un hecho tangible. Para Massey la inspiración es una actitud del alma que sabe aflorar con fuegos lentos, mejores carnes, ingredientes bien locales, regados por varietales de más de 300 bodegas boutique y sabe huirle a la cocina fusión. La cocina es una búsqueda de identidades claras. “En Uruguay lo italiano es bien peninsular, lo tailandés abreva en lo mejor de lo thai y la carne, obviamente, argentinísima. Hacemos un pan caserísimo, al igual que la pasta y nuestros helados. Me ocupo personalmente de comprar huevos de granja, en fin un montón de detalles que le dan un valor agregado a la comida y al espíritu”, describe entusiasmado.

La carta es bien al estilo de Massey, clásica pero muy creativa, no rehuye a lo mediterráneo especialmente la italiana de la Toscana. También la hay thai, japonesa e india, culturas que lo impactaron con sus aromas y sabores. Y dentro de la pastelería, el chocolate es su especialidad. ¿Cuáles son algunos de sus secretos para su éxito culinario? Su manejo de las técnicas y una intensa práctica en los fuegos. El menú se sirve como él mismo explica en cuatro pasos a elección. “No tiene un menú de 6 entradas como otros restó, 8 de carnes, 11 de pollos sino que es bien preciso. Cuatro pasos, 2 recepciones, 3 entradas, 4 principales y 6 postres. Cada comensal elige una opción de cada variante. Ese menú se rota cada dos semanas”, detalla. ¿Los más requeridos? “Fiore di Suca”, chernia, ojo de bife a la pimienta verde, chutney de mango crudo, lasagna de verduras asadas con ricota y mozzarella de búfala, sticks thai de cerdo con lemongrass y curry verde ¿El postre? Ganesha de Chocolate, una versión del Volcán pero de paredes muy finitas de un chocolate casi amargo acompañada por helado de vainilla que corta el gusto ó la crostata de limón con salsa de caramelo y nueces. En fin, un lugar distinto, que respeta la naturaleza y las esencias, donde el trato es amigable y es posible sentir el estimulante aroma de los frutos de mar recién pescados, la mezcla de harina y manteca cociéndose lentamente entre cebollas cortadas con fineza, pimientos verdes y echalotes echados en el instante mismo en que la harina y la manteca tornan a un marrón definido, mezclados con carnes blancas y el gusto sutil del azafrán exótico. Sin duda, la propuesta ya está hecha: Massey asegura que Uruguay es como entrar a un restó privado, solo hay que animarse y tocar el timbre para ingresar a su mundo. ¿La contraseña? No es otra que la sensación de bienestar que se respira del otro lado de la orilla.

 

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Cómo llegar

 

A “Uruguay” que queda en La Rábida 2772, La Horqueta (Reservas al 4723-9184/89) se accede saliendo por el puente homónimo de la Panamericana, Ramal a Tigre. No más de 15 minutos desde el centro de San Isidro y unos 25 si se viene de Capital o Tigre. Uruguay es la tercera salida después de Márquez, luego hay que desandar unas 7 cuadras por ella y doblar a la derecha en la calle La Rábida y avanzar unos 30 metros. No hay que buscar carteles ni grandes marquesinas, aunque parezca extraño, tocando el timbre en el portón se accede a las especialidades de este gran chef que abreva en la cocina clásica de autor.